En nuestra sociedad, más urbanita que rural, el verano aparece en el horizonte como un parón ideal (o, mejor dicho, idealizado), al que corremos despavoridos en cuanto suena el último timbre del mes de junio (o julio, según nos toque). Para muchos, la vuelta al pueblo natal, o aquel rincón donde hemos recreado nuestro terruño, tal vez sin tenerlo, es sin más una satisfacción.
Una manera estupenda de crearnos nuevas responsabilidades hacia nosotros mismos, cultivando –además de unos palmos de tierra-, aquellas otras cosas que de nosotros mismos olvidamos durante el curso: nuestras aficiones, nuestras virtudes camufladas por la rutina, el Verano a verano nos prometemos leer mucho, hacer deporte, encontrarnos con los amigos, reencontrarnos más bien con algunos de ellos, sentarnos a la vera del camino a orar mientras vemos ponerse el Sol en el horizonte.
Es como si el año acabase realmente ahora y, por lo tanto, las buenas intenciones se reproducen como en el mes de diciembre. La diferencia es que las intenciones del verano se quedan, casi amor a nuestras familias a veces desatendidas.
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