“Por eso os digo: no estéis preocupados por la vida, pensando qué vais a comer y beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros, ni siembran, ni siegan, ni al almacenan y, sin embargo, vuestro padre del cielo los alimenta” (Mt 4, 25-27)
Resulta realmente increíble pensar que la mayor parte del itinerario vital de Don Bosco lo estoy abarcando en este momento con una mirada. Superga, al fondo, es el límite azul más lejano de un círculo en el que caben Castelnuovo, Murialdo, Mondonio, Chieri, Butigliera, Capriglio…Algunos de esos pueblos son perfectamente reconocibles desde la puerta de la basílica del Colle, al caer de la tarde. Resulta asombroso detenerse a pensar que la vida de la un santo como Don Bosco se ha consumido casi por entero en la distancia de un grito. Y, sin embargo, con cuanta fuerza ha llegado hasta nosotros su mensaje, como el de una piedra que cae sobre el estanque y lo llena de ondas que van creciendo y se expanden (hasta Valparaiso, hasta la China…)
Y es una curiosa sorpresa constatar la cantidad de santos que esta tierra, entre viñas y maizales, ha entregado a la Iglesia en el periodo que transcurre tan sólo en un par de siglos, el XIX y el XX. Santos que desde lo cotidiano y lo rural, encaminaron la mayor parte de sus esfuerzos en dedicarse a los más pobres y más humildes, los más seriamente perjudicados por las consecuencias de una revolución industrial que los llevó de sus pueblos y caseríos a las ciudades, que los utilizó como herramientas de sus pronunciamientos patrióticos o militares. Estos santos inspiraron unos a otros, desarrollaron parecidas intuiciones, amaron por encima de sus muy parecidas limitaciones.
El recorrido de este día de peregrinaje ha transcurrido por algunos de esos pueblos, con un subir y bajar de autobús tan trepidante como el resto de los días. Para ocasiones futuras, me permito recomendar a los organizadores un caminar desde Turín hasta I Bechi, recorriendo estos mismos lugares, a pie, mochila al hombro, bota de vino, cantimplora, pan y queso; y un buen coro de músicos por delante.
Las sombras del paisaje van alargándose con el sol poniente y las labores de las gentes que aún trabajan la tierra, se apagan. En la explanada, los autobuses que acaban de traernos, algunos coches y una moto ruidosa que emprende el regreso. El rumor de unos niños, algún que otro insecto impertinente, unas campanas que señalan las siete de la tarde…y unos peregrinos que oran juntos y que se reconocen pecadores.
Yo, en esta tarde evocadora (aunque no sea la hora, me imagino el Ángelus de Millet o algunos de los cuadros campesinos de Van Gogh), ante todos vosotros, ante Don Bosco, ante Dios, quiero también reconocerme pecador:
Reconozco mi pecado de pereza ante mis retos vocacionales, sobre todo a la hora de abandonar comodidades.
Reconozco mi pecado de almacenar tesoros para el porvenir y ser prisionero de ellos.
Reconozco mi pecado de no querer comprometer mi cotidianidad por la salvación de los jóvenes.
Reconozco el pecado de la prisa en mi vida diaria.
Reconozco el pecado de no querer suficiente a los míos.
Reconozco el pecado de no querer a los que vienen de lejos y se pierden en el mar; y tampoco querer a los que ya han pasado y se quieren quedar.
Reconozco el pecado de no pararme a contemplar atardeceres como este.
Reconozco el pecado de esperar las alabanzas por mis actos supuestamente gratuitos.
Reconozco el pecado de creer que he sido yo quien ha elegido mi vocación y, por tanto, de sentirme frustrado por no dejar hacer en mi la voluntad de Dios.
Reconozco, por último, el pecado de no reconocer el resto de mis pecados.
Espero que en esta tarde, la misericordia del Señor y la amabilidad extrema de mis hermanos serán capaces de perdonarme. Amén..