El salesiano llegó a Etiopía con 53 años y no puede salir a la calle sin que le aborden. Lleva 28 ayudando a los más pobres a labrarse un futuro y allí quiere acabar sus días.
Fuente: El País
No puede salir el misionero salesiano Alfredo Roca (Pallejà, 1933) a la calle sin que se le acerque alguien. Mujeres, ancianos, niños… Da igual. Así es imposible mantener una conversación sobre las razones por las que decidió trasladarse a la dura y pobre Adigrat (Etiopía) allá en 1987, cuando ya era un sacerdote de 53 años con la carrera hecha, y por qué a sus 81 sigue al pie del cañón. «Uno se encariña mucho con la gente, y ellos conmigo, pero me enfado de tanto en tanto porque te insisten mucho», confiesa el padre. «¡Nethanet! ¡Nethanet!, grito cuando salgo a dar un paseo, pues siempre hay al menos 20 personas esperándome». Explica jocoso el padre que esa palabra significa «libertad» en tigriña, la lengua materna de los nacidos en el Tigray, la región del norte de Etiopía donde este sacerdote salesiano lleva 28 años ayudando a los más pobres a labrarse, no ya un futuro, sino un presente digno.
Se acomoda el padre Roca en un mullido sofá de uno de los salones del seminario Don Bosco de Adigrat, un lugar sereno e íntimo a salvo de interrupciones. El edificio asemeja una fortaleza inexpugnable, todo él de sólida piedra. En él viven una veintena de jóvenes salesianos que están siendo formados en filosofía para ser ordenados sacerdotes luego de aprobar sus estudios. Con ellos vive el cuerpo docente, formado por unos pocos sacerdotes y el misionero, que no se quiere jubilar. Llegó para formar a seminaristas, pero pronto se dio cuenta de que las necesidades eran otras. «Dedicarse a la educación y a la labor social van a la par. Los salesianos no podemos tener un seminario solo para nosotros, tenemos que hacer alguna labor para los demás», explica el padre.
Alfredo Roca ya quería ir a las misiones cuando era un novicio de 16 años. «Escuchaba las experiencias de otros sacerdotes que volvían de India o de América Latina y me entusiasmaba, pero nunca me mandaron aunque me ofrecí varias veces». Pese a ello, su carrera eclesiástica fue meteórica: estudios en Londres, Barcelona y Roma. Profesor, encargado de estudios y, finalmente, director de una casa de formación de jóvenes salesianos en Senmanat, cargo que obtuvo a los 31 años. Fue nombrado superior provincial de Cataluña, Huesca, Baleares y Andorra y como tal abrió comunidades salesianas en Costa de Marfil. Estos primeros viajes resucitaron el espíritu misionero de su juventud.
En el año 1982, el panorama cambió. «Expiró mi cargo como Provincial de Barcelona y me mandaron a Terrassa, donde estuve otros tres años como maestro». Su padre había fallecido tiempo antes y su madre murió cuando le trasladaron a esta ciudad barcelonesa. “Entonces me sentí más libre para poder ofrecerme oficialmente para ir a las misiones, porque si llego a decir a mi madre, que tenía 80 años, que me marcho al extranjero…”. No acaba la frase, se intuye que no hubiera sido una buena idea para la tranquilidad de la mujer.
Un 24 de junio de 1986, el superior general de su orden le llamó por teléfono y le inquirió: “¿La oferta era en serio? Porque así la hemos tomado: te vas a Etiopía”. Roca sería el nuevo profesor de filosofía del seminario Don Bosco de Adigrat, por entonces una humilde localidad rural situada en el norte del país. El sacerdote, entusiasmado, envió todos los documentos necesarios para obtener el permiso gubernamental para residir en el país, pero durante los seis meses siguientes no llegó ninguna buena noticia. “Mengistu y compañía decían que no necesitaban profesores de filosofía”, recuerda.
Ser fiel a tu vocación te hace feliz aunque tengas momentos de disgusto
Ante semejantes noticias, su orden pidió ayuda a las hermanas de la Congregación de la Madre Teresa de Calcuta. Cuenta el religioso la jugada con mucha guasa: «Fueron las religiosas al ministerio y reclamaron mi presencia como sacerdote para darles las misas y hacer ejercicios espirituales y cosas así. El ministro les dijo: ‘¿Y por qué no os arregláis entre vosotras?’ A lo que ellas respondieron: “No es nuestra culpa si Jesús no hizo sacerdotes a las mujeres”. Y funcionó.
El 24 de enero de 1987 aterrizaba Alfredo Roca en Etiopía para comenzar una nueva vida. Tenía 53 años y llegaba en plena guerra entre el Gobierno de Mengistu (comunista) y los grupos que luchaban para derrocarlo, como finalmente ocurrió en 1991. En ese momento, Adigrat no dejaba de recibir refugiados. En la ciudad, hoy de 76.000 habitantes y epicentro de una de las regiones donde eclosionaron más grupos secesionistas, la pobreza era extrema: la gente no tenía ni para comer.
En ese contexto, el padre Roca arrancó un programa de apadrinamiento de niños que aún hoy se mantiene y por el que han pasado, al menos, 1.000 chavales en los últimos 25 años. «Como no podíamos tener una escuela, que es muy empeñativa, hicimos un centro juvenil con actividades de tiempo libre, educativas y de ocio. Y también una biblioteca pública», explica. Durante esos primeros años, además, logró fondos para construir una colonia de 40 casas para los más vulnerables que fue bautizada como Colonia España e inició un sistema de ayudas para viudas, enfermos de sida y madres solteras gracias al dinero de libre disposición que le enviaban desde España amigos y conocidos que creían en su labor. Gracias a él, muchas familias no solo educaron a sus hijos , sino que también tuvieron para comer. Con tanta actividad, la fama del religioso en la comunidad subió como la espuma.
«Hay una frase en los evangelios que dice que hay más alegría en dar que en recibir. Yo estoy muy convencido de eso; el poder hacer un poco de bien a esta gente te da mucha más alegría», responde el religioso a una pregunta sobre sus motivaciones para llevar una vida tan comprometida. «La segunda idea que me ayuda bastante a vivir es que la felicidad es fidelidad». Y se explica: «Ser fiel a tu vocación te hace feliz aunque tengas momentos de disgusto. Si te han puesto aquí, haz lo que puedas aquí. Tengo mis pecados, imperfecciones y tentaciones, como todo el mundo, pero trato de ser fiel a mi vocación como sacerdote, como educador, como miembro de una comunidad… Y eso me hace feliz». Cree el misionero que hay que tratar de ser fiel a lo que se promete, aunque cueste. «Por ejemplo, a una cierta edad, estar con los chiquillos —que te cogen por aquí y por allá, te llevan y te traen— es cansado, y me resultaría más cómodo pasar los domingos por la tarde viendo la televisión y poco más… pero ser fiel a lo que has prometido te hace feliz».
La rutina del padre Roca ha estado y está, ciertamente, muy alejada de siestas y domingos sedentarios frente a la pantalla del televisor. Desde los 53 años —cuando llegó al país— hasta los 74, ocupó diversos puestos de responsabilidad. Los primeros 11 transcurrieron en Adigrat, donde se volcó en la docencia y los apadrinamientos. A estos siguieron otros 11 años en Addis Abeba, de ellos seis como provincial de todo el país. Su misión, entre otras, fue la de unir todas las casas salesianas bajo una misma jurisdicción. En esas décadas también creo escuelas técnicas para ofrecer formación profesional a jóvenes, abrió una obra de evangelización en Gambella —al oeste, cerca de Sudán— y fomentó que los jóvenes seminaristas salieran a estudiar a países extranjeros como Kenia. «Cuando llegué a los 76 me sentí con más dificultades para renovar el puesto de provincial, no sabía cómo iría de salud», reconoce sin tapujos. «Como los obispos se retiran a los 75, escribí al superior general y le dije que era demasiada responsabilidad. Él me sugirió volver a Adigrat y para mí fue perfecto».
Un sacerdote de mi edad puede celebrar misa, hacer confesiones y poca cosa más. Si vuelvo a España seré un retirado
Cuando el misionero regresó a Adigrat tenía 76 años con toda la intención de quedarse allí hasta que el cuerpo aguante. «No me he planteado regresar a España, me costaría bastante adaptarme. ¿Qué haría allí? —se pregunta—. «Un sacerdote de mi edad puede celebrar misa, hacer confesiones y poca cosa más. Si vuelvo, seré un retirado. Psicológicamente, te gusta estar cerca de la familia —tiene tres hermanos y va a visitarles cada dos años—, pero ahora me siento mucho más útil aquí. ¡Si ya tengo un sitio en el cementerio!», bromea.
Con esta decisión tomada, el padre pasa sus días pendiente del buen gobierno de los apadrinamientos, de sus programas de ayuda y de un muy conseguido huerto donde ha logrado que broten hortalizas que en Etiopía no se ven a menudo. Más allá de un poco de sordera, su salud está perfecta, lo que convierte su apellido, Roca, en un apelativo que le va como anillo al dedo. Pasa casi todo su tiempo libre con los chiquillos de Adigrat, bien jugando con ellos, bien escuchando sus historias, enseñándoles a cultivar o reprendiéndoles por alguna travesura. Atiende todas las peticiones de las mujeres que le abordan por la calle para pedirle ayuda y, aunque diga que se harta, él nunca pierde la paciencia ni da una mala contestación. Y los domingos, después de la eucaristia, sale de paseo con chicos y adultos. Cuando puede, acude a las actividades de tiempo libre que se organizan en el centro juvenil de Don Bosco. Como el concurso de preguntas y respuestas entre varios institutos de la localidad que organizó el padre Lijo, de la misma congregación. Durante cuatro horas, atendió junto a un par de cientos de niños y adolescentes una muy reñida competición las pasadas navidades. Al finalizar, entregó el trofeo a los campeones y se echó unos bailes sobre el escenario en compañía de los participantes, como uno más.