diciembre 2015. Ángel Fernández Artime

Quienes más familiarizados están con el estudio de la interioridad frecuentemente inician su reflexión diciendo que en los últimos años es mucho lo que se ha escrito sobre esta palabra: a veces, se refiere a los caminos interiores que el ser humano intenta recorrer para recobrar el sentido de la vida; otras veces, el anhelo de una felicidad siempre buscada y tantas veces no encontrada.

El riesgo de las distracciones en este camino de búsqueda es grande. Con un tono un poco crítico se habla de las muchas recetas que proliferan y que aconsejan cómo adquirir un ritmo vital sano, o cómo cuidar y recobrar diversos aspectos de la salud psíquica y espiritual; cómo alcanzar el equilibrio interior, cómo aceptarse a sí mismo para ser feliz, etc. Pareciera que se nos ofrece como un ‘supermercado espiritual’ en el que escoger y poner en nuestra cesta de la compra lo que tenemos más a flor de piel. Encontramos ofertas exotéricas, exóticas, de “bisutería new-age” y pseudo espiritualidades de todo tipo.

Se nos advierte que el peligro está en los falsos caminos de interioridad que ofrece el mercado, o la realidad idolátrica de ciertas invitaciones a una espiritualidad “escapada” del mundo. Tampoco es más segura “la ideología de la autorrealización y esa cultura del yo obsesionada monotemáticamente por el ¿qué sucede en mí?, ¿cómo me siento”, un universo que gira en torno al propio yo y que aleja de la servicialidad y el interés por los otros”.

También me pareció sugerente una ‘metáfora’ en la que se da a entender que en ocasiones “se tiene la sensación de que nos ha tocado vivir un tiempo en que las relaciones con uno mismo tienen más de hotel donde uno se aloja de vez en cuando que de ámbito donde el encuentro con uno mismo enriquece la identidad. A menudo pareciéramos más cerca de firmar la defunción de la interioridad que de promover su fortalecimiento”.

Si bien todo lo anteriormente expuesto, mirado en positivo nos habla, de una búsqueda en el deseo de colmar vacíos vitales, es cierto que a veces estas búsquedas responden a acumulación de malestares personales sordos o silenciosos que llegan a hacerse inaguantables. Y es en esta situación donde toda persona, nosotros mismos y nuestros jóvenes, no debemos caer en la trampa narcisista, el ego intimista que recluye al sujeto en sus intereses, y le encierra en su mundo pequeño. Esta realidad que venimos esbozando nos lleva a ver en nosotros mismos, Familia Salesiana en el mundo, y en los mismos jóvenes, que es real el peligro de perder o haber perdido (o simplemente jamás encontrado) el gusto por la vida interior y la capacidad para descubrir niveles de profundidad en la propia vida.

No se puede cultivar la interioridad si el tiempo ‘se consume’ en ser espectadores de la vida de los otros, conformándose simplemente con mirar las apariencias. Debemos tomarnos muy en serio esta provocación y acompañar a nuestros jóvenes y a las personas con quienes interactuamos, para que se viva en estado de búsqueda, para que seamos buscadores de lo esencial. Porque cuando una persona, un joven, no descubre, ni tiene interés por caminar desde dentro y hacia dentro de sí mismo, puede convertirse en alguien incapaz de imaginar o soñar su propio presente y su futuro.

Y para avanzar en este camino, ¿qué podemos entender por interioridad?

En palabras de una religiosa carmelita que ha comprometido su vida en esta búsqueda que la ha de llevar a Dios, “interioridad es la viva conciencia de que todo está dentro del Absoluto, de Dios, del amor, de la vida. La interioridad no es el lugar adonde yo me retiro por decisión propia, sino que es caer en la cuenta de que yo estoy dentro de Alguien”. Entiende esta hermana que la interioridad es algo que forma parte de la esencia de nuestra existencia. Es esa fuerza que empuja hacia Dios, es la conciencia de estar ‘dentro’ de Dios, y experimentar esa conciencia y ese gozo. “Me parece – añade- que todo el mundo tiene la posibilidad de descubrir su interioridad, de descifrarla y, conociéndola, amarla y vivir desde ella”. Y de hecho el catecismo de la Iglesia Católica contiene entre sus primeras declaraciones algo similar cuando se dice: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre verdad y la dicha que no cesa de buscar».

Creo que no es mirada pesimista reconocer o diagnosticar que, en muchas culturas, especialmente las más occidentales de nuestro planeta, la experiencia religiosa está socialmente marginada, o bien, se mutila la interioridad reduciéndola a su dimensión meramente psíquica, sin reconocer su potencial de apertura a la trascendencia. Y por eso la búsqueda de los rastros o señales de Dios ha de intentar encontrarlos la persona en su experiencia interior, buceando en sus entrañas en aquello que resuena en su mente y en su corazón porque “Dios está en su interior como pensamiento, conciencia, corazón, realidad psicológica y ontológica”.

Desde la perspectiva cristiana la interioridad no es el lugar al que me retiro, sino la toma de conciencia de que estoy dentro de Alguien o con Alguien. Me percibo como un “yo” recibido por Alguien, como don de Alguien. Cuando al cuidado de la dimensión interior le sumamos un sentido (ese Alguien es la persona de Jesús, o es Dios Padre), ese cuidado se convierte en búsqueda espiritual. Por ello, no es pensable una espiritualidad sin interioridad.

La aventura del Espíritu es camino de espiritualidad
En esencia podríamos hablar de que decir espiritualidad es vivir bajo la acción del Espíritu. En palabras más completas del teólogo Hans Urs Von Balthasar, “la espiritualidad es la actitud básica propia del hombre, y que es consecuencia y expresión de una visión religiosa – o de modo más general, ética – de la existencia”.

Es decir, no se entiende la espiritualidad como algo que se añade, como algo accidental o circunstancial a la persona, sino que hace referencia a la esencia misma de nuestra condición de seres humanos. Entonces, nada en la persona, ni las actitudes, ni los comportamientos, ni las relaciones pueden quedar al margen de la espiritualidad. La espiritualidad, por tanto, penetra todas las dimensiones de la persona. Tiene que ver con su identidad, sus valores, lo que da significado, esperanza, confianza y dignidad a su existencia y se explicita en la relación consigo mismo, con el prójimo y con cuanto trasciende la naturaleza humana, el misterio de Dios.

Y en nuestro caso, como creyentes cristianos y seguidores de Jesús, no hablamos solamente de espiritualidad en general sino de espiritualidad cristiana porque tenemos en Cristo la fuente, la razón, la meta y el sentido de nuestra vida y de la espiritualidad con que la vivimos. Nos descubrimos habitados por Dios, y creemos que hay un sitio en nuestro corazón para Él, y nos descubrimos seres privilegiados por una relación tan personal. Qué bello es esto sabiéndonos al mismo tiempo ‘mendigos de Dios’.

Espiritualidad cristiana es, ante todo, un don del Espíritu. Él es el “Maestro interior” del camino espiritual de cada persona. Él suscita en nosotros la sed de Dios (Jn 4,7) y al mismo tiempo sacia nuestra misma sed. Esa vida «en el Espíritu» es para S. Pablo «vida oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3), vida del «hombre interior que se renueva día a día» (2 Co 4,16), «vida nueva» (Rm 6,4). Es el espíritu el que hace del cristiano morada de Dios, capaz de acogerle. Es el Espíritu el que da comienzo a la vida espiritual engendrando al hombre como hijo de Dios.

Los maestros espirituales de todos los tiempos aluden constantemente a este espacio interior donde acontece el diálogo con Dios. San Ignacio de Loyola hablaba del “sentir y gustar interiormente de las cosas de Dios”. Santa Teresa de Ávila compara la vida interior con un castillo interior con muchas moradas, en la principal de las cuales habita el propio Dios. San Juan de la Cruz alude a una “bodega interior” para referirse a ese espacio interior donde se experimenta la intimidad con Dios. En los Evangelios, cuando Jesús de Nazaret se refiere a la oración, alude a un lugar secreto, escondido, habitado por Dios: «Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,6).

Una aventura que es vida abierta al espíritu santo
La consecuencia de todo este dinamismo ha de ser la de indagar lo fascinante que es vivir la vida estando abiertos al Espíritu Santo que habita en ella. Dios nos sale al encuentro y nos invita a caminar con Él y a participar de su vida por medio del Espíritu.

Caminar con Dios ha de ser la experiencia más especial, bella, única que pueda alcanzar el ser humano. “Y caminó Enoc con Dios” (Gn 5,22). Es expresión de la esencia de nuestro ser cristianos y forma parte de la experiencia vital y profunda que da sentido pleno a la vida del creyente. Por ello, una vida espiritual intensa implica una constante apertura al Espíritu. De hecho, creemos que “todo aquello que en el mundo orienta hacia Dios, todo aquello que explícita o implícitamente invoca la presencia o la intervención de Dios, todo aquello que empuja a la búsqueda de Dios tiene al Espíritu como fuerza oculta”.

Si bien conocer a Dios y su búsqueda es más que nuestro propio deseo. Es, ante todo, Don que se nos brinda y que sintoniza con nuestra condición de buscadores del Absoluto, por más que tantas veces nuestros pasos sean pequeños e inciertos.

Y en esta perspectiva permanecemos centrados en Jesús para, junto con Él, recorrer un verdadero camino que sea aventura, novedad, aire fresco del Espíritu, sabiendo que no es algo destinado a élites sino a toda persona abierta a Dios; sabiendo que toca la propia vida de manera decisiva, sabiendo que siempre nos conducirá a un encuentro más profundo e íntimo con Jesús, notando que se despliegan las capacidades de la propia persona, que se expresa principalmente en la comunicación de Dios – Misterio siempre inabarcable -, que nos habla y con el que nos comunicamos de maneras diversas, que lanza siempre a salir de sí mismos e ir al encuentro de los otros viviendo la fe en la actividad ordinaria de la vida cotidiana. Todo esto sería expresión de la espiritualidad cristiana.

Para superar la anemia es necesario rescatar
la pasión por la persona de Jesucristo, el amor primero
(Carlos Palacios)

Sin una verdadera experiencia de Dios no hay creyentes y…
menos Salesianos de Don Bosco con una vida para los jóvenes
(Cardenal Ángel Fernández Artime)

El pobre y necesitado es el que tiene su confianza puesta en la acción de Dios -Salmo 35,10-
(Antonio González Fernández)