Boletín 4, abril de 2000

Transcribimos el artículo publicado en nuestro boletín número 4 de abril de 2000 titulado «El roble y el junco» en la sección «Tomar buena nota».

He aquí un lugar remoto, tierra adentro, perdido en el mapa entre ríos caudalosos y montañas que se alzan cielo arriba. Un fragmento del paisaje igual a muchos otros. Nadie parece fijarse en él.

En un punto del camino hay una pequeña edificación que todos han visto miles de veces, igual a muchas otras edificaciones vistas de la misma manera. Dentro, hay el motor que extrae el agua de un pozo; agua más valiosa que el petróleo en este terreno seco y áspero.

Al lado de la casita, y solitario como ella, había un roble. Grande, fuerte y majestuoso, parecía acompañarla, vigilarla y protegerla. También cerca de la casa, creciendo en el mismo margen de la acequia que salía de ella, había unas matas de junco. Verde, fresco y ondeante, jugaba con el agua que manaba del pozo, centelleando con mil colores. Hoy, aún existen los juncos, pero del roble sólo queda la base del tronco, seca y muerta.

El roble, tan viejo que había olvidado su edad, y creyéndose el dueño del paisaje, solía increpar al junco.

¿Pero cómo se puede ser así, como tú? (le preguntaba). Dejarse doblegar por el viento, inclinándose con el peso de cada insecto que trepa por ti… ¿No tienes personalidad, o qué? Si dejas que todo el mundo te diga “ahora va hacia allí” o “echa para allá”, nunca harás lo que desees.

El junco, dócil por naturaleza, nunca contestaba. De hecho, no tenía ningún problema en ser flexible. Si el viento giraba a la derecha, ya le venía bien. Y si al día siguiente lo empujaba a la izquierda, pues también. Cuando el viento dejaba de soplar, el junco volvía a su posición original y se sentía feliz de jugar con su amigo el viento.

Un día, el cielo se fue volviendo gris. Un grupo de nubes oscuras taparon el sol y se extendieron por todo el círculo del horizonte. El viento empezó a soplar con fuerza, cambiando incesantemente de dirección. ¡Míralo, el pobre junco! (se reía el roble). Ya no sabe quién es ni a donde va. Y el junco callaba.

El cielo se ennegreció aún más, y la fuerza del viento aumentó. Las hojas del roble batían como las alas de mil palomas asustadas y el junco saltaba de lado a lado como un látigo. Algunas hojas del roble salieron volando. ¡Eh! (chilló el roble). ¡Esas hojas con mías! Pero el viento no hizo caso y siguió soplando más y más fuerte. Algunas ramas del roble crujieron, se desgajaron y también salieron volando.

¿Pero qué haces? (se enfadó el roble). ¿No ves que me haces daño? Finalmente, la fuerza del viento fue tal que el tronco mismo se partió y se desplomó sobre la acequia, sobre las matas del junco. Con su último aliento de vida, le dijo:
¿Sabes?, amigo, mucho me temo que he aprendido tarde la lección: es mejor ser flexible. De este modo, si alguien te dobla, puedes volver a ser tú mismo.

Estamos llamados a vivir y a comunicar la experiencia de un don recibido:
Tú me has seducido Señor y yo me he dejado seducir.
(Juan Edmundo Vechi, Rector Mayor)