Boletín 15. Febrero 1964

Transcribimos el artículo escrito por el Papa San Pablo VI y publicado en la sección «Agua Viva» del número 15 de nuestro boletín de febrero 1964.

Vosotros sabéis que nuestra doctrina reconoce al seglar fiel una participación en el sacerdocio espiritual de Cristo y, por tanto, una capacidad más aún, una responsabilidad en el ejercicio del apostolado que ha venido determinándose, con conceptos diversos y formas adecuadas, a las posibilidades y a la índole de la vida propia del seglar inmerso en las realidades temporales, pero también imponiéndose como una misión propia de la hora presente… Se habla de la “consagración del mundo”, y se atribuyen al seglar prerrogativas particulares en el campo de la vida terrena y profana, campo de posible difusión de la luz y de la gracia de Cristo; y propio porque él puede actuar sobre el mundo profano desde dentro, como directo participante en su posición y en su experiencia al paso que el sacerdote, estando apartado en gran parte de la vida profana, no puede influir, por lo general, en ella más que de una manera externa, con su palabra y su ministerio. Esta observación está adquiriendo cada vez mayor importancia, al paso que descubrimos que el mundo profano es, se puede decir, sencillamente, el mundo que no se preocupa por tener relaciones normales operantes con la vida religiosa, que no consigue fácilmente hacer sentir su voz saludable en las inmensas zonas de la vida profana misma.

Por ello se ha hablado del laicado católico como puente entre la Iglesia y la sociedad, que se ha hecho casi insensible, por no decir desconfiada y hostil, a las relaciones de la religión y sencillamente, del cristianismo y de sus mismos principios básicos. Nuestros seglares católicos están investidos de esta función, que ha llegado a ser extraordinariamente importante, y en cierto sentido indispensable: hacen de puente. Y no para asegurar a la Iglesia la incidencia, el dominio en el campo de las realidades temporales y en las estructuras de los asuntos de este mundo, sino para impedir que nuestro mundo terreno quede privado del mensaje de la salvación cristiana. No es propiamente un ministerio calificado el confiado a los seglares, sino una actividad que puede conseguirse en los modos más diversos, que trata de establecer contactos entre las fuentes de la vida religiosa y de la vida profana. Podríamos hablar, en términos aproximados pero expresivos, de contactos entre la Iglesia y la sociedad; entre la comunidad eclesial y la comunidad temporal.

Cuanto más se reconcentre la comunidad eclesial en los fieles y en el ejercicio de sus actividades específicas, la comunidad temporal y profana puede gozar mucho menos de los beneficios de la religión cristiana que a ella estarían destinados. El dualismo puede acentuarse hasta tal punto que haga de la comunidad eclesial, por un lado, un cenáculo cerrado, aislado de la sociedad en que también se encuentra y paralizado en su eficacia tanto doctrinal como pedagógica, caritativa y social; y haga, por otro lado, al mundo profano insensible a los problemas religiosos, los mayores problemas de la vida, y por ello expuesto al frecuente peligro de creerse suficiente por sí mismo, con todas las consecuencias dolorosas que esta ilusión, a la postre, lleva consigo. Se necesita el puente. Y el puente sois vosotros… pues todos los fieles del mundo organizados o no, realizan esta función de poner la vida religiosa de la Iglesia en contacto con la vida profana de la sociedad temporal.

He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia
(Evangelio de San Juan, 10,10)