26 de octubre de 2024. Papa Francisco

En la barca, juntos
La conversión de las relaciones

Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo» (Jn 21,2-3).

49. El lago de Tiberíades fue el lugar en el que empezó todo. Pedro, Andrés, Santiago y Juan habían dejado la barca y las redes para ir tras Jesús. Después de Pascua, partieron de nuevo de aquel lago. Por la noche, un diálogo resuena en la orilla: “Voy a pescar”. “Nosotros también vamos contigo”. También el camino sinodal comenzó así: escuchamos la invitación del sucesor de Pedro y la acogimos; partimos con él y detrás de él. Juntos hemos orado, reflexionado, luchado y dialogado. Pero sobre todo hemos experimentado que son las relaciones las que sostienen su vitalidad, animando sus estructuras. Una Iglesia sinodal misionera necesita renovar ambas cosas.

Nuevas relaciones
50. A lo largo del recorrido del Sínodo y en todas las latitudes, surgió la llamada a una Iglesia más capaz de alimentar las relaciones: con el Señor, entre hombres y mujeres, en las familias, en las comunidades, entre todos los cristianos, entre los grupos sociales, entre las religiones, con la creación. Muchos expresaron su sorpresa por haber sido interpelados y su alegría por poder hacer oír sus voces en la comunidad; tampoco faltaron quienes compartieron el sufrimiento de sentirse excluidos o juzgados también por su situación matrimonial, su identidad y su sexualidad. El deseo de relaciones más auténticas y significativas no sólo expresa la aspiración a pertenecer a un grupo cohesionado, sino que corresponde a una profunda conciencia de fe: la calidad evangélica de las relaciones comunitarias es decisiva para el testimonio que el Pueblo de Dios está llamado a dar en la historia. “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Las relaciones renovadas por la gracia y la hospitalidad ofrecida a los últimos según la enseñanza de Jesús son el signo más elocuente de la acción del Espíritu Santo en la comunidad de los discípulos. Ser Iglesia sinodal exige, pues, una verdadera conversión relacional. Debemos aprender de nuevo del Evangelio que el cuidado de las relaciones no es una estrategia o una herramienta para una mayor eficacia organizativa, sino que es la forma en que Dios Padre se ha revelado en Jesús y en el Espíritu. Cuando nuestras relaciones, incluso en su fragilidad, dejan traslucir la gracia de Cristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu, confesamos con nuestra vida la fe en Dios Uno y Trino.

51. Es a los Evangelios a donde debemos mirar para trazar el mapa de la conversión que se requiere de nosotros, aprendiendo a hacer nuestras las actitudes de Jesús. Los Evangelios lo “presentan constantemente en escucha de la gente que se encuentra con él por los caminos de Tierra Santa” (DEC 11). Hombres o mujeres, judíos o paganos, doctores de la ley o publicanos, justos o pecadores, mendigos, ciegos, leprosos o enfermos, Jesús no despide a nadie sino que se detiene a escuchar y a entablar un diálogo. Ha revelado el rostro del Padre saliendo al encuentro de cada persona allí donde está su historia y su libertad. De la escucha profunda de las necesidades y de la fe de las personas con las que se encontraba, brotaban palabras y gestos que renovaban sus vidas, abriendo el camino para sanar las relaciones. Jesús es el Mesías que “hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7,37). Nos pide a nosotros, sus discípulos, que nos comportemos de la misma manera y nos da, con la gracia del Espíritu Santo, la capacidad de hacerlo, modelando nuestro corazón según el suyo: sólo “el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo” (DN 17). Cuando escuchamos a nuestros hermanos, participamos de la actitud con la que Dios, en Jesucristo, sale al encuentro de cada uno.

52. La necesidad de una conversión en las relaciones concierne inequívocamente a las relaciones entre hombres y mujeres. El dinamismo relacional está inscrito en nuestra condición de criaturas. La diferencia sexual constituye la base de la relacionalidad humana. “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1,27). En el proyecto de Dios, esta diferencia originaria no implica desigualdad entre el hombre y la mujer. En la nueva creación, esta es reinterpretada a la luz de la dignidad del Bautismo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,27-28). Como cristianos, estamos llamados a acoger y respetar, en las distintas formas y contextos en que se expresa, esta diferencia que es don de Dios y fuente de vida. Damos testimonio del Evangelio cuando intentamos vivir relaciones que respeten la igual dignidad y la reciprocidad entre hombres y mujeres. Las expresiones recurrentes de dolor y sufrimiento por parte de mujeres de todas las regiones y continentes, tanto laicas como consagradas, durante el proceso sinodal revelan con qué frecuencia no logramos a hacerlo.

Cuando améis de verdad cada realidad, comprenderéis también el misterio de Dios en las cosas
(Los Hermanos Karamazov, Feodor Dostoievski)

Solo la rosa es sin un porqué, florece porque florece;
no se presta atención a sí misma, ni pregunta si la miran
(Angelus Silesius)

Que mi oído, mi vista, mi gusto, mi olfato y mi tacto
reciban la huella perfectamente exacta de tu creación
(Simone Weil)