Rafael Villar Liñán

Llegó un verano más y todos nos lanzaremos a viajar. Este año será distinto (no hace falta que recuerde por qué). No nos iremos tan lejos, guardaremos la distancia física (que no social) con nuestros compañeros de viaje y nos pondremos una mascarilla hawaiana a juego con el meyba o el bikini. Pero hay algo que no cambiaremos: en el momento que más felices nos encontremos, no perderemos la oportunidad de hacernos un selfie para compartirlo cuanto antes.

En unos pocos años se nos ha olvidado eso tan bonito de pedirle a otro que nos haga una foto. Y no es solo porque nos de vergüenza o no queramos molestar. En la cultura del selfie subyacen varios comportamientos de los que a mí me gusta huir.

En primer lugar, podemos pensar que hemos perdido la confianza en las personas. Nos da miedo darle nuestra cámara o nuestro móvil a otro para que nos saque la foto, no vaya a ser que salga corriendo. Creo que lo que menos nos preocupa de ese robo es el valor económico del móvil. Tenemos miedo a que alguien nos despoje de una extensión de nuestro cuerpo sin la que ya no sabemos vivir. Y lo que me preocupa más, tenemos miedo a perder nuestra intimidad concentrada en los apenas 120g que pesa el terminal. ¿O acaso no te pones nervioso cuando le dejas tu móvil a alguien para que vea unas fotos y tarda más de 10 segundos en devolvértelo? Creo que tenemos que volver a ser optimistas. La gente es buena y no nos va a robar ni el teléfono ni la intimidad.

Por otro lado, el selfie puede llegar a denotar egocentrismo. Cuando nos hacemos uno, estamos tan cerca de la cámara que nuestra cara tapará todo lo que tenemos detrás, máxime si estamos acompañados. El sujeto principal de la foto no es donde estás ni lo que estás viviendo, sino nosotros mismos. Al final del viaje, tendremos una bonita colección de nuestra cara (como si no la tuviéramos muy vista) con un fondo difuso que va variando. Esto es consecuencia de una sociedad en la que no paramos de mirarnos a nosotros mismos, donde lo importante es demostrar qué estoy haciendo, dónde estoy y lo feliz que me encuentro, y no tanto preocuparnos por cómo están los demás.

Por último, y relacionado con lo anterior, está la adicción al “Me Gusta” que denota la necesidad de aceptación que muchas veces sentimos. Una vez que nos hacemos la foto, corremos a compartirla porque lo que nos interesa no es tanto pasarlo bien ni crecer gracias a nuestro viaje, sino sentir la aprobación del público que te da muchos corazones o te escribe montones de mensajes llenos de emoticonos. Como suelo bromear, no nos hacemos las fotos en los viajes para tenerlas de recuerdo, sino para decirle a los demás: “mira donde estoy yo y tú no”. Por todo esto, a mí me gusta más cultivar la palabra que acuñó mi hermano: el otherie, es decir, pedirle a otro que te haga la foto.

La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería
(Laudato si, 21, Papa Francisco)