Francisco, 9 de octubre de 2021
Queridos hermanos y hermanas:
Gracias por estar aquí, en la apertura del Sínodo. Han venido por muchos caminos y de muchas Iglesias, llevando cada uno en el corazón preguntas y esperanzas, y estoy seguro de que el Espíritu nos guiará y nos dará la gracia para seguir adelante juntos, para escucharnos recíprocamente y para comenzar un discernimiento en nuestro tiempo, siendo solidarios con las fatigas y los deseos de la humanidad. Reitero que el Sínodo no es un parlamento, que el Sínodo no es un sondeo de las opiniones; el Sínodo es un momento eclesial, y el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo. Si no está el Espíritu, no habrá Sínodo.
Vivamos este Sínodo en el espíritu de la oración que Jesús elevó al Padre con vehemencia por los suyos: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Estamos llamados a la unidad, a la comunión, a la fraternidad que nace de sentirnos abrazados por el amor divino, que es único. Todos, sin distinciones, y en particular nosotros Pastores, como escribía san Cipriano: «Debemos mantener y defender firmemente esta unidad, sobre todo los obispos, que somos los que presidimos en la Iglesia, a fin de probar que el mismo episcopado es también uno e indiviso» (De Ecclesiae catholicae unitate, 5). Por eso, caminamos juntos en el único Pueblo de Dios, para hacer experiencia de una Iglesia que recibe y vive el don de la unidad, y que se abre a la voz del Espíritu.
Las palabras clave del Sínodo son tres: comunión, participación y misión. Comunión y misión son expresiones teológicas que designan el misterio de la Iglesia, y es bueno que hagamos memoria de ellas. El Concilio Vaticano II precisó que la comunión expresa la naturaleza misma de la Iglesia y, al mismo tiempo, afirmó que la Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino» (Lumen gentium, 5). La Iglesia, por medio de esas dos palabras, contempla e imita la vida de la Santísima Trinidad, misterio de comunión ad intra y fuente de misión ad extra. Después de un tiempo de reflexiones doctrinales, teológicas y pastorales que caracterizaron la recepción del Vaticano II, san Pablo VI quiso condensar precisamente en estas dos palabras —comunión y misión— «las líneas maestras, enunciadas por el Concilio». Conmemorando la apertura, afirmó en efecto que las líneas generales habían sido «la comunión, es decir, la cohesión y la plenitud interior, en la gracia, la verdad y la colaboración […], y la misión, que es el compromiso apostólico hacia el mundo contemporáneo» (Ángelus, 11 octubre 1970), que no es proselitismo.
Clausurando el Sínodo de 1985 —veinte años después de la conclusión de la asamblea conciliar—, también san Juan Pablo II quiso reafirmar que la naturaleza de la Iglesia es la koinonia; de ella surge la misión de ser signo de la íntima unión de la familia humana con Dios. Y añadía: «Es sumamente conveniente que en la Iglesia se celebren Sínodos ordinarios y, llegado el caso, también extraordinarios». Estos, para que sean fructíferos, tienen que estar bien preparados; «es preciso que en las Iglesias locales se trabaje en su preparación con la participación de todos» (Discurso en la clausura de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 7 diciembre 1985). Esta es la tercera palabra, participación. Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad de manera concreta a cada paso del camino y del obrar, promoviendo la implicación real de todos y cada uno, la comunión y la misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos. Quisiera decir que celebrar un Sínodo siempre es hermoso e importante, pero es realmente provechoso si se convierte en expresión viva del ser Iglesia, de un actuar caracterizado por una participación auténtica.
Y esto no por exigencias de estilo, sino de fe. La participación es una exigencia de la fe bautismal. Como afirma el apóstol Pablo, «todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Co 12,13). En el cuerpo eclesial, el único punto de partida, y no puede ser otro, es el Bautismo, nuestro manantial de vida, del que deriva una idéntica dignidad de hijos de Dios, aun en la diferencia de ministerios y carismas. Por eso, todos estamos llamados a participar en la vida y misión de la Iglesia. Si falta una participación real de todo el Pueblo de Dios, los discursos sobre la comunión corren el riesgo de permanecer como intenciones piadosas. Hemos avanzado en este aspecto, pero todavía nos cuesta, y nos vemos obligados a constatar el malestar y el sufrimiento de numerosos agentes pastorales, de los organismos de participación de las diócesis y las parroquias, y de las mujeres, que a menudo siguen quedando al margen. ¡La participación de todos es un compromiso eclesial irrenunciable! Todos los bautizados, este es el carné de identidad: el Bautismo.
El Sínodo, al mismo tiempo que nos ofrece una gran oportunidad para una conversión pastoral en clave misionera y también ecuménica, no está exento de algunos riesgos. Cito tres de ellos. El primero es el formalismo. Un Sínodo se puede reducir a un evento extraordinario, pero de fachada, como si nos quedáramos mirando la hermosa fachada de una iglesia, pero sin entrar nunca. En cambio, el Sínodo es un itinerario de discernimiento espiritual efectivo, que no emprendemos para dar una imagen bonita de nosotros mismos, sino para colaborar mejor con la obra de Dios en la historia. Por tanto, si hablamos de una Iglesia sinodal no podemos contentarnos con la forma, sino que necesitamos la sustancia, los instrumentos y las estructuras que favorezcan el diálogo y la interacción en el Pueblo de Dios, sobre todo entre los sacerdotes y los laicos. ¿Por qué subrayo esto? Porque a veces hay cierto elitismo en el orden presbiteral que lo hace separarse de los laicos; y el sacerdote al final se vuelve el “dueño del cotarro” y no el pastor de toda una Iglesia que sigue hacia adelante. Esto requiere que transformemos ciertas visiones verticalistas, distorsionadas y parciales de la Iglesia, del ministerio presbiteral, del papel de los laicos, de las responsabilidades eclesiales, de los roles de gobierno, entre otras.
Un segundo riesgo es el intelectualismo —es decir, la abstracción; la realidad va por un lado y nosotros con nuestras reflexiones vamos por otro—, convertir el Sínodo en una especie de grupo de estudio, con intervenciones cultas pero abstractas sobre los problemas de la Iglesia y los males del mundo; una suerte de “hablar por hablar”, donde se actúa de manera superficial y mundana, terminando por caer otra vez en las habituales y estériles clasificaciones ideológicas y partidistas, y alejándose de la realidad del Pueblo santo de Dios y de la vida concreta de las comunidades dispersas por el mundo.
Por último, puede surgir la tentación del inmovilismo. Es mejor no cambiar, puesto que «siempre se ha hecho así» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 33) —esta palabra es un veneno en la vida de la Iglesia, “siempre se ha hecho así”—. Quienes se mueven en este horizonte, aun sin darse cuenta, caen en el error de no tomar en serio el tiempo en que vivimos. El riesgo es que al final se adopten soluciones viejas para problemas nuevos; un pedazo de tela nueva, que como resultado provoca una rotura más grande (cf. Mt 9,16). Por eso, es importante que el camino sinodal lo sea realmente, que sea un proceso continuo; que involucre —en fases diversas y partiendo desde abajo— a las Iglesias locales, en un trabajo apasionado y encarnado, que imprima un estilo de comunión y participación marcado por la misión.
Por tanto, vivamos esta ocasión de encuentro, escucha y reflexión como un tiempo de gracia, hermanos y hermanas, un tiempo de gracia que, en la alegría del Evangelio, nos permita captar al menos tres oportunidades. La primera es la de encaminarnos no ocasionalmente sino estructuralmente hacia una Iglesia sinodal; un lugar abierto, donde todos se sientan en casa y puedan participar. El Sínodo también nos ofrece una oportunidad para ser Iglesia de la escucha, para tomarnos una pausa de nuestros ajetreos, para frenar nuestras ansias pastorales y detenernos a escuchar. Escuchar el Espíritu en la adoración y la oración. ¡Cuánto nos hace falta hoy la oración de adoración! Muchos han perdido no sólo la costumbre, sino también la noción de lo que significa adorar. Escuchar a los hermanos y hermanas acerca de las esperanzas y las crisis de la fe en las diversas partes del mundo, las urgencias de renovación de la vida pastoral y las señales que provienen de las realidades locales. Por último, tenemos la oportunidad de ser una Iglesia de la cercanía. Volvamos siempre al estilo de Dios, el estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura. Dios siempre ha actuado así. Si nosotros no llegamos a ser esta Iglesia de la cercanía con actitudes de compasión y ternura, no seremos la Iglesia del Señor. Y esto no sólo con las palabras, sino con la presencia, para que se establezcan mayores lazos de amistad con la sociedad y con el mundo. Una Iglesia que no se separa de la vida, sino que se hace cargo de las fragilidades y las pobrezas de nuestro tiempo, curando las heridas y sanando los corazones quebrantados con el bálsamo de Dios. No olvidemos el estilo de Dios que nos ha de ayudar: la cercanía, la compasión y la ternura.
Queridos hermanos y hermanas, que este Sínodo sea un tiempo habitado por el Espíritu. Porque tenemos necesidad del Espíritu, del aliento siempre nuevo de Dios, que libera de toda cerrazón, revive lo que está muerto, desata las cadenas y difunde la alegría. El Espíritu Santo es Aquel que nos guía hacia donde Dios quiere, y no hacia donde nos llevarían nuestras ideas y nuestros gustos personales. El padre Congar, de santa memoria, recordaba: «No hay que hacer otra Iglesia, pero, en cierto sentido, hay que hacer una Iglesia otra, distinta» (Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, Madrid 2014, 213). Y esto es un desafío. Por una “Iglesia distinta”, abierta a la novedad que Dios le quiere indicar, invoquemos al Espíritu con más fuerza y frecuencia, y dispongámonos a escucharlo con humildad, caminando juntos, tal como Él —creador de la comunión y de la misión— desea, es decir, con docilidad y valentía.
Ven, Espíritu Santo. Tú que suscitas lenguas nuevas y pones en los labios palabras de vida, líbranos de convertirnos en una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro. Ven en medio nuestro, para que en la experiencia sinodal no nos dejemos abrumar por el desencanto, no diluyamos la profecía, no terminemos por reducirlo todo a discusiones estériles. Ven, Espíritu Santo de amor, dispón nuestros corazones a la escucha. Ven, Espíritu de santidad, renueva al santo Pueblo fiel de Dios. Ven, Espíritu creador, renueva la faz de la tierra. Amén.
La dignidad del hombre requiere que obre según su libre elección, sin ninguna coacción externa
(San Pablo VI)
No debe buscarse ninguna recompensa mayor que el amor mismo
(San Juan Pablo II)
Personalmente, cuando hablo solo con Dios y la Virgen, más que adulto prefiero sentirme niño
(Juan Pablo I)