Papa Francisco
¡Queridos hermanos! Os saludo con afecto y doy gracias a Dios por poder, aunque sea desde la distancia, compartir con vosotros un momento del camino que estáis recorriendo.
Es significativo que, después de algunos decenios, la Providencia os haya conducido a celebrar el Capítulo General en Valdocco -el lugar de la memoria- donde el sueño fundador se concretizó y dio los primeros pasos. Estoy seguro de que el rumor y el griterío de los oratorios serán la mejor música, la más eficaz para que el Espíritu reavive el don carismático de vuestro fundador. No cerréis las ventanas a este ruido de fondo… Dejad que os acompañe y que os mantenga inquietos e intrépidos en el discernimiento; y permitid que estas voces y estos cantos, a su vez, evoquen en vosotros los rostros de muchos otros jóvenes que, por diversas razones, se encuentran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Este grito y esta inquietud os mantendrán atentos y despiertos ante cualquier tipo de anestesia autoimpuesta y os ayudarán a permanecer en una fidelidad creativa a vuestra identidad salesiana.
Reavivar el don que habéis recibido
Pensar en la figura del salesiano para los jóvenes de hoy implica aceptar que estamos inmersos en un momento de cambios, con toda la incertidumbre que esto genera. Nadie puede decir con certeza y precisión (si alguna vez se ha podido hacer) lo que sucederá en el futuro próximo a nivel social, económico, educativo y cultural. La inconsistencia y la «fluidez» de los eventos, pero, sobre todo, la velocidad con la que las cosas se siguen y se comunican entre sí, hace que cada tipo de previsión se convierta en una lectura condenada a ser reformulada lo antes posible (cf. Const. Ap. Veritatis gaudium, 3-4). Esta perspectiva se acentúa aún más por el hecho de que vuestras obras están orientadas de una manera particular al mundo juvenil, que en sí mismo es un mundo en movimiento y en continua transformación. Esto os pide una doble docilidad: docilidad a los jóvenes y a sus necesidades y docilidad al Espíritu y a todo lo que Él quiera transformar.
Asumir responsablemente esta situación -tanto a nivel personal como a nivel comunitario- implica salir de una retórica que nos hace decir continuamente «todo está cambiando» y que, a fuerza de repetirla y repetirla, termina fijándose en una inercia paralizante que priva vuestra misión de la parresia propia de los discípulos del Señor. Esta inercia también puede manifestarse en una mirada y en una actitud pesimistas hacia todo lo que nos rodea y no solo con respecto a las transformaciones que tienen lugar en la sociedad, sino también en relación con la propia Congregación, a los hermanos y a la vida de la Iglesia. Esa actitud que termina «boicoteando» e impidiendo cualquier respuesta o proceso alternativo, o por hacer emerger la posición opuesta: un optimismo ciego, capaz de disolver la fuerza y la novedad evangélica, impidiendo que aceptemos concretamente la complejidad que las situaciones requieren y la profecía de que el Señor nos invita a llevar adelante. Ni el pesimismo ni el optimismo son dones del Espíritu, porque ambos provienen de una visión autorreferencial capaz solo de medirse con las propias fuerzas, capacidades o habilidades, evitando mirar lo que el Señor actúa y quiere realizar entre nosotros (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 35). Ni adaptarse a la cultura de moda, ni refugiarse en un pasado heroico, pero ya desencarnado. En tiempos de cambio, es bueno atenerse a las palabras de san Pablo a Timoteo: » Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (2Tm1,6-7).
Estas palabras nos invitan a cultivar una actitud contemplativa, capaz de identificar y discernir los puntos clave. Esto ayudará a adentrarse en el camino con el espíritu y la contribución propia de los hijos de Don Bosco y, como él, a desarrollar una «válida revolución cultural» (Enc. Laudato si’, 114). Esta actitud contemplativa os permitirá superar y sobrepasar vuestras propias expectativas y vuestros programas. Somos hombres y mujeres de fe, lo que presupone ser apasionados por Jesucristo; y sabemos que tanto nuestro presente como nuestro futuro están imbuidos de esta fuerza apostólica-carismática llamada a continuar impregnando las vidas de tantos jóvenes abandonados y en peligro, pobres y necesitados, excluidos y descartados, privados de derechos, de casa… Los jóvenes esperan una mirada de esperanza capaz de contradecir cualquier tipo de fatalismo o determinismo. Están esperando encontrarse con la mirada de Jesús, quien les dice «que en todas las situaciones oscuras y dolorosas […] hay una salida» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 104). Allí es donde vive nuestra alegría.
Ni pesimista ni optimista, el salesiano del siglo XXI es un hombre lleno de esperanza porque sabe que su centro está en el Señor, capaz de hacer nuevas todas las cosas (cf. Ap 21.5). Solo esto nos salvará de vivir en una actitud de resignación y supervivencia defensiva. Solo esto hará que nuestra vida sea fecunda (cf. Homilía, 2 de febrero de 2017), porque hará posible que el don recibido continúe siendo experimentado y expresado como una buena noticia por y con los jóvenes de hoy. Esta actitud de esperanza es capaz de instaurar e inaugurar procesos educativos alternativos a la cultura predominante que, en no pocas situaciones -tanto por indigencia y pobreza extrema como por abundancia, en algunos casos incluso extrema-, terminan por asfixiar y matar los sueños de nuestros jóvenes condenándolos a un conformismo ensordecedor, rastrero y a menudo narcotizado. Ni triunfalistas ni alarmistas, hombres y mujeres alegres y esperanzados, no automatizados sino artesanos; capaces de «mostrar otros sueños que este mundo no ofrece, para testimoniar la belleza de la generosidad, del servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien común, del amor por los pobres, de la amistad social «(Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 36).
La «opción Valdocco» de vuestro 28º Capítulo General es una buena oportunidad para confrontarse con las fuentes y pedir al Señor: «Da mihi animas, coetera tolle».[1] Tolle, sobre todo, lo que, durante el camino, se ha ido incorporando y perpetuando y que, aunque en otro tiempo podría haber sido una respuesta adecuada, hoy os impide configurar y plasmar la presencia salesiana de manera evangélicamente significativa en las diversas situaciones de la misión. Esto requiere, por nuestra parte, superar los miedos y las aprensiones que pueden surgir de haber creído que el carisma se redujese o se identificase con determinadas obras o estructuras. Vivir fielmente el carisma es algo más rico y estimulante que el simple abandono, retiro o reajuste de casas o de actividades; implica un cambio de mentalidad frente a la misión que hay que realizar.[2]
La «opción Valdocco» y el don de los jóvenes
El Oratorio salesiano y todo lo que surgió a partir de él, como dice La biografía del Oratorio, nació como una respuesta a la vida de los jóvenes con un rostro y una historia, que pusieron en marcha ese joven sacerdote incapaz de permanecer neutral o inmóvil ante lo que estaba pasando. Fue mucho más que un gesto de buena voluntad o de bondad, e incluso mucho más que el resultado de un proyecto de estudio sobre la «viabilidad numérico-carismática». Pienso en ello como un acto de conversión permanente y de respuesta al Señor que, «cansado de llamar» a nuestras puertas, espera a que vayamos a buscarlo y a encontrarlo… O que lo dejemos salir, cuando golpea desde adentro. Conversión que involucró (y complicó) toda su vida y la de quienes lo rodeaban. Don Bosco no solo no elige separarse del mundo para buscar la santidad, sino que se deja interpelar y elige cómo y qué mundo habitar.
Eligiendo y acogiendo el mundo de los niños y de los jóvenes abandonados, sin trabajo ni formación, les permitió experimentar de manera tangible la paternidad de Dios y les ha proporcionado los instrumentos para contar su vida y su historia a la luz de un amor incondicional. Ellos, a su vez, ayudaron a la Iglesia a re-encontrarse con su misión: «La piedra rechazada por los constructores se ha convertido en la piedra angular» (Sal 118.22). Lejos de ser agentes pasivos o espectadores de la obra misionera, ellos que en muchos casos eran «analfabetos religiosos» y «analfabetos sociales», se convirtieron -a partir de su propia condición- en los principales protagonistas de todo el proceso de fundación.[3] La salesianidad nace precisamente de este encuentro capaz de suscitar profecías y visiones: acoger, integrar y hacer crecer las mejores cualidades como don para los demás, especialmente para aquellos marginados y abandonados de quienes no se espera nada. Ya lo dijo Pablo VI: «Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma… esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 15). Todo carisma debe ser renovado y evangelizado, y en vuestro caso, sobre todo, por los jóvenes más pobres.
Los interlocutores de Don Bosco ayer y del salesiano hoy no son meros destinatarios de una estrategia planificada de antemano, sino vivos protagonistas del oratorio a realizar.[4] A través de ellos y con ellos, el Señor nos muestra su voluntad y sus sueños.[5] Podríamos llamarlos cofundadores de vuestras casas, donde el salesiano será experto en convocar y generar este tipo de dinámicas sin sentirse dueño de ellas. Una unión que nos recuerda que somos «Iglesia en salida» y nos moviliza a esto: Iglesia capaz de abandonar posiciones cómodas, seguras y, en algunas ocasiones, privilegiadas, para encontrar en los últimos la fecundidad típica del Reino de Dios. No se trata de una elección estratégica, sino carismática. Una fecundidad sostenida en base a la base de la cruz de Cristo, que siempre es injusticia escandalosa para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el sufrimiento o han llegado a un acuerdo con la injusticia hacia los inocentes. «No seamos una Iglesia que no llora frente a estos dramas de sus hijos jóvenes. Nunca nos acostumbremos, porque quien no sabe llorar no es madre. Nosotros queremos llorar para que la sociedad también sea más madre» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 75).
La «opción Valdocco» y el carisma de la presencia
Es importante sostener que no somos capacitados para la misión, sino que estamos formados en la misión, de la cual gira toda nuestra vida, con sus opciones y prioridades. La formación inicial y la permanente no puede ser una instancia previa, paralela o separada de la identidad y sensibilidad del discípulo. La misión inter gentes es nuestra mejor escuela: a partir de ella rezamos, reflexionamos, estudiamos, descansamos. Cuando nos aislamos o nos alejamos de las personas a las que estamos llamados a servir, nuestra identidad como consagrados comienza a desfigurarse y convertirse en una caricatura.
En este sentido, uno de los obstáculos que podemos identificar no tiene mucho que ver con ninguna situación fuera de nuestras comunidades, sino que es lo que nos afecta directamente por una experiencia distorsionada del ministerio…, y que nos hace tanto mal: el clericalismo. Es la búsqueda personal de querer ocupar, concentrar y determinar espacios minimizando y anulando la unción del Pueblo de Dios. El clericalismo, vivir el llamado de manera elitista, confunde la elección con el privilegio, el servicio con el servilismo, la unidad con la uniformidad, la discrepancia con la oposición, la formación con el adoctrinamiento. El clericalismo es una perversión que favorece lazos funcionales, paternalistas, posesivos e, incluso, manipuladores con el resto de las vocaciones en la Iglesia.
Otro obstáculo que encontramos -generalizado e incluso justificado especialmente en este tiempo de precariedad y fragilidad- es la tendencia hacia el rigorismo. Confundiendo autoridad con autoritarismo, pretende gobernar y controlar los procesos humanos con una actitud escrupulosa, severa e incluso mezquina frente a las limitaciones y a als debilidades propias y ajenas (especialmente ajenas). El rigorista olvida que el trigo y la cizaña crecen juntos (cf. Mt 13,24-30) y «que ‘no todos pueden todo’, y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia. En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas»(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 49). Santo Tomás de Aquino con gran finura y sutileza espiritual nos recuerda que «el diablo engaña a muchos. Algunos atrayéndolos a cometer pecados, otros, sin embargo, a la excesiva rigidez hacia el que peca, de modo que, si no puede tenerlos con un comportamiento vicioso, conduce a la perdición de los que ya tiene, usando el rigor de los prelados, quienes, sin corregirlos con misericordia, los llevan a la desesperación, y así es como se pierden y caen en la red del diablo. Y esto nos sucede a nosotros, si no perdonamos a los pecadores».[6]
Quienes acompañan a otros a crecer deben ser personas con grandes horizontes, capaces de poner juntos límites y esperanza, ayudando así a mirar siempre en perspectiva, en una perspectiva salvífica. Un educador «que no teme poner límites y, al mismo tiempo, se abandona a la dinámica de la esperanza expresada en su confianza en la acción del Señor de los procesos, es la imagen de un hombre fuerte, que guía lo que no le pertenece a él, sino a su Señor”.[7] No nos es lícito sofocar e impedir la fuerza y la gracia de lo posible, cuya realización esconde siempre una semilla de Vida nueva y buena. Aprendamos a trabajar y a confiar en los tiempos de Dios, que son cada vez más grandes y sabios que nuestras medidas miopes. Dios no quiere destruir a nadie, sino salvar a todos.
Por tanto, es urgente encontrar un estilo de formación capaz de asumir estructuralmente el hecho de que la evangelización implica la participación plena y con plena ciudadanía, de cada bautizado -con todas sus potenciales y sus límites- y no solo de los así llamados «actores cualificados» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120); una participación donde el servicio, y el servicio al más pobre, sea la piedra angular que ayude a manifestar y a testimoniar mejor a nuestro Señor, «quien no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Os animo a seguir trabajando para hacer de vuestras casas un “laboratorio eclesial” capaz de reconocer, apreciar, estimular y alentar las diversas llamadas y misiones en la Iglesia.[8]
En este sentido, estoy pensando concretamente en dos presencias de vuestra comunidad salesiana, que pueden ayudar como elementos para comparar el puesto que ocupan las diferentes vocaciones entre vosotros; dos presencias que constituyen un «antídoto» contra cualquier tendencia clericalista y rigorista: el hermano Coadjutor y las mujeres.
Los hermanos Coadjutores son una expresión viva de la gratuidad que el carisma nos invita a custodiar. Vuestra consagración es, ante todo, signo de un amor gratuito del Señor y al Señor en sus jóvenes que no se define, principalmente, con un ministerio, una función o un servicio en particular, sino a través de una presencia. Incluso antes de hacer cosas, el salesiano es un recuerdo vivo de una presencia en la que la disponibilidad, la escucha, la alegría y la dedicación son las notas esenciales para despertar procesos. La gratuidad de la presencia salva a la Congregación de cualquier obsesión activista y de cualquier reduccionismo técnico-funcional. La primera llamada es la de ser una presencia gozosa y gratuita entre los jóvenes.
¿Qué sería de Valdocco sin la presencia de Mamá Margarita? ¿Habrían sido posibles vuestras casas sin esta mujer de fe? En algunas regiones y lugares «hay comunidades que se han sostenido y han transmitido la fe durante mucho tiempo sin que ningún sacerdote pasara por allí, incluso durante decenios. Esto ha sido posible gracias a la presencia de mujeres fuertes y generosas: mujeres que han bautizado, catequizado, rezado, enseñado a rezar, han sido misioneras, ciertamente llamadas e impulsadas por el Espíritu Santo. Durante siglos las mujeres mantuvieron a la Iglesia en pie en esos lugares con admirable entrega y ardiente fe «(Exhortación apostólica postsin. Querida Amazonia, 99). Sin una presencia real, efectiva y afectiva de las mujeres, vuestras obras carecerían del valor y de la capacidad de declinar la presencia como hospitalidad, como casa. Ante el rigor que excluye, debemos aprender a generar la nueva vida del Evangelio. Os invito a llevar adelante dinámicas en las que la voz de la mujer, su mirada y su actuación -apreciada en su singularidad- encuentren eco en la toma de decisiones; como actor no auxiliar sino constitutivo de vuestras presencias.
La «opción Valdocco» en la pluralidad de las lenguas
Como en otros tiempos, el mito de Babel intenta imponerse en nombre de la globalidad. Sistemas enteros crean una red de comunicación global y digital capaz de interconectar los varios ángulos del planeta, con el grave peligro de uniformar monolíticamente las culturas, privándolas de sus características esenciales y de sus recursos. La presencia universal de vuestra Familia Salesiana es un estímulo y una invitación para custodiar y preservar la riqueza de muchas de las culturas en las que estáis inmersos sin tratar de «homologarlas». Por otro lado, esforzaos para que el cristianismo sea capaz de asumir la lengua y la cultura de la población local. Es triste ver que en muchas partes la presencia cristiana todavía se está experimentando como una presencia extranjera (especialmente europea); situación que también se encuentra en los itinerarios de formación y estilos de vida (cf. Exhortación apostólica postsin. Querida Amazonia, 90).[9] Al contrario, actuaremos como nos inspira esta anécdota con la que Don Bosco, cuando se le preguntó en qué lengua le gustaba hablar, respondió: «La que mi madre me enseñó: es con la que puedo comunicarme más fácilmente». Siguiendo esta certeza, el salesiano está llamado a hablar en la lengua materna de cada una de las culturas en las que se encuentra. La unidad y comunión de vuestra familia es capaz de asumir y aceptar todas estas diferencias, que pueden enriquecer todo el cuerpo en una sinergia de comunicación e interacción donde cada uno puede ofrecer lo mejor de sí mismo para el bien de todo el cuerpo. De esta forma, la salesianidad, lejos de perderse en la uniformidad de las tonalidades, adquirirá una expresión más bella y atractiva… sabrá expresarse «en dialecto» (cf. 2 Mac 7,26-27).
Al mismo tiempo, la irrupción de la realidad virtual como lenguaje dominante en muchos de los países donde lleva a cabo su misión, requiere, en primer lugar, reconocer todas las posibilidades y las cosas buenas que produce, sin subestimar o ignorar el impacto que posee en la creación de relaciones, sobre todo, en el plano afectivo. De esto no somos inmunes ni siquiera nosotros, adultos consagrados. La tan generalizada (y necesaria) «pastoral de la pantalla» nos pide que habitemos las redes de manera inteligente, reconociéndolas como un espacio de misión,[10] que requiere, a su vez, poner todas las mediaciones necesarias para no permanecer prisioneros de su circularidad y su lógica particular (y dicotómica). Esta trampa -incluso en nombre de la misión- puede encerrarnos en nosotros mismos y aislarnos en una virtualidad cómoda, superflua y poco o nada comprometida con la vida de los jóvenes, de los hermanos en la comunidad o con las tareas apostólicas. Las redes no son neutrales y el poder que tienen para crear cultura es muy alto. Bajo el avatar de la cercanía virtual podemos terminar ciegos o distantes de la vida concreta de las personas, aplanando y empobreciendo el vigor misionero. El repliegue individualista, tan extendido y propuesto socialmente en esta cultura ampliamente digitalizada, requiere atención especial no solo con respecto a nuestros modelos pedagógicos sino también con respecto al uso personal y comunitario del tiempo, de nuestras actividades y de nuestros bienes.
La «opción Valdocco» y la capacidad de soñar
Uno de los «géneros literarios» de Don Bosco fue el de los sueños. En ellos, el Señor se abrió paso en su vida y en la vida de toda vuestra Congregación, ampliando la imaginación de lo posible. Los sueños, lejos de mantenerlo adormentado, lo ayudaron, como le sucedió a san José, a tomar otra profundidad y otra medida de la vida, las que surgen de las entrañas de la compasión de Dios. Era posible vivir concretamente el Evangelio… Lo soñó y le dio forma en el oratorio.
Deseo ofreceros estas palabras como las «buenas noches» de cada buena casa salesiana al final del día, invitándoos a soñar y soñar a lo grande. Sabed que el resto se os dará por añadidura. Soñad con casas abiertas, fecundas y evangelizadoras, capaces de permitir que el Señor muestre su amor incondicional a muchos jóvenes y que os permita disfrutar de la belleza a la que habéis sido llamados. Soñad… Y no solo para vosotros y para el bien de la Congregación, sino para todos los jóvenes privados de la fuerza, de la luz y de la consolación de la amistad con Jesucristo, privados de una comunidad de fe que los sostenga, privados de un horizonte de sentido y de vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). ¡Soñad… y haced soñar!
La pasión de Jesús debe ser vivida extendiéndola a toda la historia,
en la que, como decía Blas Pascal, “Cristo sigue en agonía”
(J. Colomer)
Al vivir la Semana Santa, voy experimentando que
es el Padre quien me da fuerzas para seguir a Jesús
(J. Colomer)
Fíjate cómo Jesús «entra en la Pasión voluntariamente»:
«Yo doy mi vida, no me la quita nadie» (Jn 10, 18)
(J. Colomer)