Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Para mí es siempre motivo de alegría este encuentro tradicional con las universidades eclesiásticas romanas al inicio del año académico. Os saludo a todos con gran afecto, empezando por el señor cardenal Zenon Grocholewski, Prefecto de la Congregación para la Educación Católica, que ha presidido la santa Misa y a quien agradezco por las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Estoy contento de saludar a los otros cardenales y prelados presentes, como también a los rectores, los profesores, los responsables y los superiores de los Seminarios y de los Colegios, y naturalmente a vosotros, queridos estudiantes, que habéis venido a Roma desde distintos países para realizar vuestros estudios.
En este año, en el que celebramos el jubileo bimilenario del nacimiento del apóstol Pablo, quisiera detenerme brevemente con vosotros en un aspecto de su mensaje que me parece particularmente adecuado para vosotros, estudiosos y estudiantes, y sobre el cual me detuve también ayer en la catequesis durante la Audiencia general. Me refiero a cuanto escribe Pablo sobre la sabiduría cristiana, en particular en su primera Carta a los Corintios, comunidad en la que habían estallado rivalidades entre los discípulos. El Apóstol afronta el problema de estas divisiones en la comunidad, señalando en ellas un signo de la falsa sabiduría, es decir, una mentalidad aún inmadura por ser carnal y no espiritual (cfr 1 Cor 3,1-3). Refiriéndose después a su propia experiencia, Pablo recuerda a los Corintios que Cristo le ha mandado a anunciar el Evangelio «no con sabiduría de palabras, para no desvirtuar la cruz de Cristo» (1,17).
De aquí parte una reflexión sobre la «sabiduría de la Cruz», es decir, sobre la sabiduría de Dios, que se contrapone a la sabiduría de este mundo. El Apóstol insiste en el contraste existente entre las dos sabidurías, de las cuales solo una es verdadera, la divina, mientras que la otra en realidad es «necedad». Ahora, la novedad sorprendente, que exige siempre ser redescubierta y acogida, es el hecho de que la sabiduría divina, en Cristo, nos ha sido dada, nos ha sido participada. Hay, al final del capítulo 2 de la Carta mencionada, una expresión que resume esta novedad que, precisamente por esto, nunca deja de sorprender. San Pablo escribe: «Ahora tenemos el pensamiento de Cristo» (2,16). Esta contraposición entre las dos sabidurías no se identifica con la diferencia entre la filosofía, por una parte, y la filosofía y las ciencias, por otra. Se trata en realidad de dos posturas fundamentales. La «sabiduría de este mundo» es un modo de vivir y de ver las cosas prescindiendo de Dios y siguiendo las opiniones dominantes, según los criterios del éxito y del poder. La «sabiduría divina» consiste en seguir la mente de Cristo -es Cristo quien nos abre los ojos del corazón para seguir el camino de la verdad y del amor.
Queridos estudiantes, habéis venido a Roma para profundizar vuestros conocimientos en el campo teológico, y también si estudiáis otras materias distintas de la teología, por ejemplo el derecho, la historia, las ciencias humanas, el arte, etc, con todo, la formación espiritual según el pensamiento de Cristo sigue siendo fundamental para vosotros, y esta es la perspectiva de vuestros estudios. Por eso son importantes para vosotros estas palabras del apóstol Pablo y las que leemos inmediatamente después, siempre en la primera Carta a los Corintios: «¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (2,11-12). Estamos aún dentro del esquema de contraposición entre la sabiduría humana y la divina. Para conocer y comprender las cosas espirituales hay que ser hombres y mujeres espirituales, porque si se es carnal, se recae inevitablemente en la necedad, aunque uno estudie mucho y sea «docto» y «sutil razonador de este mundo» (1,20).
Podemos ver en este texto paulino un acercamiento muy significativo a los versículos del Evangelio que narran la bendición de Jesús dirigida a Dios Padre, porque -dice el Señor- «has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). Los «sabios» de que habla Jesús son aquellos a quienes Pablo llama «los sabios de este mundo». Mientras los «pequeños» son aquellos a quienes el Apóstol califica de «necios», «débiles», «plebeyos y despreciables» para el mundo (1,27-28), pero que en realidad, si acogen «la palabra de la Cruz» (1,18), se convierten en los verdaderos sabios. Hasta el punto que Pablo exhorta a quienes se creen sabios según los criterios del mundo a «hacerse necios», para llegar a ser verdaderamente sabios ante Dios (3,18). Ésta no es una postura anti-intelectual, no es oposición a la «recta ratio». Pablo – siguiendo a Jesús- se opone a un tipo de soberbia intelectual, en la que el hombre, incluso sabiendo mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la disponibilidad a abrirse a la novedad de la actuación divina.
Queridos amigos, esta reflexión paulina no quiere en absoluto conducir a una minusvaloración del empeño humano necesario para el conocimiento, sino que se pone en otro plano: a Pablo le interesa subrayar -y lo hace sin medias tintas- qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en cambio, puede traer la división y la ruina.
El Apóstol por tanto denuncia el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. No es por tanto el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el «vanagloriarse» de adónde se ha llegado -o se presume haber llegado- a saber. Precisamente de aquí derivan las facciones y las discordias en la Iglesia y, análogamente, en la sociedad. Se trata por tanto de cultivar la sabiduría no según la carne, sino según el Espíritu. Sabemos bien que san Pablo con las palabras «carne, carnal» no se refiere al cuerpo, sino a una forma de vivir sólo para sí mismos y según los criterios del mundo. Por eso, según Pablo, es siempre necesario purificar el propio corazón del veneno del orgullo, presente en cada uno de nosotros. También nosotros debemos por tanto elevar con san Pablo el grito: «¿Quién nos liberará?» (Rm 7,24). Y, sin embargo, podemos recibir con él la respuesta: la gracia de Jesucristo, que el Padre nos ha dado mediante el Espíritu Santo (cfr Rm 7,25). El «pensamiento de Cristo», que por gracia hemos recibido, nos purifica de la falsa sabiduría. Y este «pensamiento de Cristo» lo acogemos a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su tradición viva. Lo expresa muy bien la iconografía que presenta a Jesús- Sabiduría en el seno de su Madre María, símbolo de la Iglesia: In gremio Matris sedet Sapientia Patris: en el seno de la Madre está la Sabiduría del Padre, es decir, Cristo. Permaneciendo fieles a ese Jesús que María nos ofrece, al Cristo que la Iglesia nos presenta, podemos empeñarnos intensamente en el trabajo intelectual, interiormente libres de la tentación del orgullo y gloriándonos siempre y solo en el Señor.
Queridos hermanos y hermanas, este es el augurio que os dirijo al inicio del nuevo año académico, invocando sobre todos vosotros la maternal protección de María, Sedes Sapientiae, y del Apóstol Pablo. Os acompañe también mi afectuosa Bendición.
Nadie se cree culpable si es él su mismo juez
(Séneca)
Con humilde y gozosa gratitud reconocemos que Don Bosco, por iniciativa de Dios y la materna
mediación de María, dio comienzo en la Iglesia a una experiencia original de vida evangélica
(Carta de Identidad de la Familia Salesiana)
Si creemos en la Familia Salesiana, encontraremos el entusiasmo,
los recursos interiores y las formas de acción para hacerla crecer en su identidad
(Pascual Chávez)