Cristóbal Marín Martínez e Irene Blaya Huertas
Queridos hermanos:
En este mes, noviembre, nos dirigimos a vosotros con objeto de que reflexionemos sobre la importancia que tiene mirar a la dignidad de cada hombre. Este mes tan especial se le conoce como “mes de todos los Santos”, donde el refrán dice: “dichoso mes que empieza con todos los santos y termina con San Andrés”.
La Iglesia comienza el mes de noviembre en su primer día, dedicándolo a todos los Santos, a aquellos santos que no tienen día de celebración durante el año. El día dos del citado mes, en la Iglesia celebramos el “día de los difuntos”. En dos días, consideramos dos dimensiones del hombre unidas y a la vez separadas, seguidas y a la vez contrapuestas; el comienzo de la vida eterna en espíritu y el final de la vida humana terrenal. Son dos grandes días para la Iglesia y un mes especial por su significado.
Reflexionemos, ¿somos conscientes de que a la vista de los dos estados del hombre, vida y muerte, nos jugamos en cada instante la santidad? La santidad es la vida eterna, sin ambigüedad. Según nuestra fe, esto es irreversible, o vida eterna del alma o muerte eterna del alma. Convendría recordarlo en cada familia.
Sin embargo, en nuestra sociedad, se intenta evitar y ocultar todo lo referente a la consecuencia final del hombre, la muerte. Este olvido invita a vivir de la forma más placentera posible, encaminando la vida a un solo objetivo, pasarlo bien. Vivir con la esperanza puesta en la satisfacción, en la llegada y disfrute del fin de semana.
Ese interés desmedido por la cultura del cuerpo en una sociedad colmada de todo lleva a la pérdida de la dignidad como persona, a un olvido total del alma. Las palabras del Cardenal Ruini lo corroboran, “la legitimización última de la cerrazón en lo relativo” y debilitación del interés por el alma y por la existencia de Dios.
El Cardenal expresa su preocupación ante la pérdida de confianza del hombre en Dios y la salvación en la sociedad occidental. Ese modo de vivir conduce por caminos de desesperación cuando acaecen ciertos sucesos inevitables de la vida, como son el dolor, el sufrimiento o la muerte de un ser querido; la respuesta ante estos hechos puede ser cualquiera, incluso a veces hasta el suicidio.
Un ejemplo de hoy, las expresiones en los duelos. Se pueden identificar claramente las familias donde existe fe, pese al dolor, se distingue serenidad, confianza y esperanza en la inmortalidad del alma. En las familias no creyentes, los signos de desesperación son indescriptibles, desgarradores, y a veces son difíciles de superar.
Nuestra sociedad está demasiado anestesiada la fe en la religión católica, las cuestiones escatológicas se están olvidando, generando una pérdida de esperanza en la inmortalidad del alma.
Hay que hacer un esfuerzo, como hacía continuamente Don Bosco con sus “biricchini” en virtud del da mihi animas caettera tolle, acercar a cada hombre a la verdad existencial, que hay vida tras la muerte, la inmortalidad del alma.
Recordar en noviembre estos principios de nuestra fe, invitan a cada ser humano, a cada familia, a reflexionar y vivir una vida con más sentido, a una continua búsqueda del crecimiento y de la dignidad como persona.
Todas las personas están llamadas a formar parte del Pueblo de Dios
(Concilio Vaticano II)