Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas: con esta carta deseo llegar a todos –después de haber escrito a los obispos tras la publicación del Motu Proprio Traditionis custodes– para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la Iglesia. El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus aspectos: sin embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma exhaustiva. Quiero ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana.

La Liturgia: el “hoy” de la historia de la salvación
Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15). Las palabras de Jesús con las cuales inicia el relato de la última Cena son el medio por el que se nos da la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros.

Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero, mirándolo bien, toda la creación, toda la historia –que finalmente estaba a punto de revelarse como historia de salvación– es una gran preparación de aquella Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios: todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo. En este caso, la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos. Sin embargo – por la misericordia del Señor – el don se confía a los Apóstoles para que sea llevado a todos los hombres.

Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta.

El mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso, he dicho que “sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, n. 27): para que todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y vivir de Él.

Antes de nuestra respuesta a su invitación – mucho antes – está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él. Ciertamente, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido deseada por Él en la última Cena.

El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual de su muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia de muerte pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único y verdadero acto de culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido ver en la cruz de Jesús, si hubieran soportado su peso, lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre los muertos, para partir el pan a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían vuelto a pescar peces y no hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos, los cura de la ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver” al Resucitado, de creer en la Resurrección.

Si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no sólo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad que celebra. Por eso, la Iglesia siempre ha custodiado, como su tesoro más precioso, el mandato del Señor: “haced esto en memoria mía”.

Desde los inicios, la Iglesia ha sido consciente que no se trataba de una representación, ni siquiera sagrada, de la Cena del Señor: no habría tenido ningún sentido y a nadie se le habría ocurrido “escenificar” –más aún bajo la mirada de María, la Madre del Señor– ese excelso momento de la vida del Maestro. Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos.

La Liturgia: lugar del encuentro con Cristo
Aquí está toda la poderosa belleza de la Liturgia. Si la Resurrección fuera para nosotros un concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los Apóstoles, si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la Encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es.

La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre, continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos ama; es el modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la cruz( Jn 19,28).

Nuestro primer encuentro con su Pascua es el acontecimiento que marca la vida de todos nosotros, los creyentes en Cristo: nuestro bautismo. No es una adhesión mental a su pensamiento o la sumisión a un código de comportamiento impuesto por Él: es la inmersión en su pasión, muerte, resurrección y ascensión. No es un gesto mágico: la magia es lo contrario a la lógica de los Sacramentos porque pretende tener poder sobre Dios y, por esa razón, viene del tentador. En perfecta continuidad con la Encarnación, se nos da la posibilidad, en virtud de la presencia y la acción del Espíritu, de morir y resucitar en Cristo.

El modo en que acontece es conmovedor. La plegaria de bendición del agua bautismal nos revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo. Y por eso la ha querido colmar del movimiento de su Espíritu que se cernía sobre ella (cfr. Gén 1,2) para que contuviera en germen el poder de santificar; la ha utilizado para regenerar a la humanidad en el diluvio (cfr. Gén 6,1-9,29); la ha dominado separándola para abrir una vía de liberación en el Mar Rojo (cfr. Ex 14); la ha consagrado en el Jordán sumergiendo la carne del Verbo, impregnada del Espíritu (cfr. Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Finalmente, la ha mezclado con la sangre de su Hijo, don del Espíritu inseparablemente unido al don de la vida y la muerte del Cordero inmolado por nosotros, y desde el costado traspasado la ha derramado sobre nosotros (Jn 19,34). En esta agua fuimos sumergidos para que, por su poder, pudiéramos ser injertados en el Cuerpo de Cristo y, con Él, resucitar a la vida inmortal (cfr. Rom 6,1-11). […]

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La santidad consiste en hacer la voluntad de Dios con alegría
(Santa Teresa de Calcuta)

El Señor llama a todos a la santidad; también a usted
(Papa Francisco)

La santidad consiste en estar siempre alegres
(San Francisco de Sales)