María José Barroso
María, la Madre de Jesucristo, puso toda su fe en Dios y se puso enteramente a disposición de la obra de Dios. Isabel, su prima, la proclamó «feliz» porque creía en las palabras que le había dicho Dios (cf. Lc 1,45). Y hasta el día de hoy le damos las gracias a María, porque creyó, y la proclamamos «bendita entre todas las mujeres».
Atenta a todo, María sabía callar, escuchar y reflexionar en su corazón. Lo hizo desde la Anunciación del Arcángel Gabriel, cuando su primera actitud fue de escucha de la voluntad del Padre. Luego, de aceptación: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Su «sí» a Dios despertó la esperanza de la humanidad.
En el nacimiento de Jesús, envuelta en el misterio de aquella noche, a pesar de todas las dificultades, permaneció serena. En el silencio fecundo de la Cueva de Belén, sólo ella, iluminada por la luz del Niño, estaba segura de que era el Hijo de Dios. Mientras los pastores contaban cómo vieron a los ángeles anunciando: «¡Ha nacido el Salvador! ‘, la Madre ya lo sabía. Todo se le revelaba, se meditaba y se acogía. Como dice el evangelista: «María atesoraba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
En otro pasaje del Evangelio, recordamos la pérdida y el encuentro de Jesús en el templo. «¿Por qué me buscabas? ¿No sabes que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Una vez más, María guarda todas las cosas en su corazón e identifica la voluntad de Dios. Meditando los misterios de la vida, caminando en la fe, va construyendo una vertiginosa intimidad con Dios. Sin duda, ya era grande, porque fue la elegida para dar a luz a Jesús, como anunció el Arcángel Gabriel: «Has encontrado el favor de Dios…».
Pero fue en el Calvario donde su fe alcanzó su punto más alto. Estar al pie de la cruz es una actitud que expresa la virtud de la fortaleza de María. En este acto, María se sitúa ante la prueba más difícil al ver la muerte de su Hijo, y se ofrece junto a Él al sacrificio, en una entrega total de su vida para salvar, para defender a una humanidad pecadora.
Con María, y como María, renovamos, en este tiempo de pandemia, nuestra opción por los pobres, con un amor eficaz que pueda restaurar la convivencia entre todos.
La Cruz de Jesucristo y el silencio de María nos desafían a participar en el contagio del amor: nos enseñan a mirar siempre al otro con misericordia y amor, nos enseñan a salir de nosotros mismos para encontrarnos con todas las personas y tenderles la mano.
La Iglesia debe mirar hacia María, madre y modelo,
para comprender en su integridad el sentido de su misión
(San Juan Pablo II)