Francisco, 4 de octubre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En esta catequesis quiero hablar sobre el tema de “Misioneros de esperanza hoy”. Me alegro de hacerlo a principios del mes octubre, que en la Iglesia está dedicado especialmente a la misión, y también en la fiesta de San Francisco de Asís, que fue un gran misionero de esperanza.
Efectivamente, el cristiano no es un profeta de desgracias. Nosotros no somos profetas de desgracias. La esencia de su anuncio es lo contrario, es lo contrario de la desgracia: es Jesús, muerto por amor, y que Dios ha resucitado en la mañana de Pascua. Y este es el núcleo de la fe cristiana. Si los Evangelios acabasen con la sepultura de Jesús, la historia de este profeta se sumaría a las muchas biografías de personajes heroicos que dieron la vida por un ideal. El Evangelio sería entonces un libro edificante, también consolador, pero no sería un anuncio de esperanza.
Pero los Evangelios no se acaban con el Viernes Santo, van más allá; y es precisamente este fragmento ulterior el que transforma nuestras vidas. Los discípulos de Jesús estaban abatidos ese sábado después de la crucifixión; la piedra que rodó en la puerta del sepulcro había cerrado también los tres años de entusiasmo que vivieron con el Maestro de Nazaret. Parecía que todo hubiese terminado, y algunos, decepcionados y asustados, ya se estaban yendo de Jerusalén.
¡Pero Jesús resurge! Este hecho inesperado cambia y subvierte las mentes y los corazones de los discípulos. Porque Jesús no resurge solo para sí mismo, como si su renacer fuera una prerrogativa que guardar con celo: si asciende al Padre es porque quiere que de su resurrección sea partícipe todo ser humano, y eleve a las alturas a toda criatura. Y en el día de Pentecostés los discípulos son transformados por el aliento del Espíritu Santo. No tendrán solamente una buena noticia para llevar a todos, sino que ellos mismos serán diferentes de cómo eran antes, como nacidos a una nueva vida. La resurrección de Jesús nos transforma con la fuerza del Espíritu Santo. Jesús está vivo, está vivo entre nosotros, vive y tiene la fuerza de transformar.
¡Qué hermoso es pensar que se es anunciador de la resurrección de Jesús no sólo con palabras sino con los hechos y el testimonio de la vida! Jesús no quiere discípulos solamente capaces de repetir fórmulas aprendidas de memoria. Quiere testigos: personas que propagan esperanza con su manera de acoger, de sonreír, de amar. Sobre todo, de amar: porque la fuerza de la resurrección hace que los cristianos puedan amar aun cuando el amor parece haber perdido sus razones. Hay un “algo más” que habita la existencia cristiana, y que no se explica simplemente con la fuerza de ánimo o con un mayor optimismo. La fe, la esperanza no son solamente optimismo; son otra cosa, son más. Es como si los creyentes fueran personas con un “trozo de cielo” más sobre sus cabezas. Es hermoso: somos personas con un trozo de cielo más sobre la cabeza, acompañados por una presencia que alguno ni siquiera puede adivinar.
Por lo tanto, la tarea de los cristianos en este mundo es abrir espacios de salvación, como células de regeneración capaces de devolver la linfa a lo que parecía perdido para siempre. Cuando el cielo está nublado, es una bendición el que sabe hablar del sol. El verdadero cristiano es así: no quejumbroso y enfadado, sino convencido, por la fuerza de la resurrección, de que ningún mal es infinito, ninguna noche es interminable, ningún hombre está definitivamente equivocado, ningún odio es invencible por el amor.
Ciertamente, alguna vez los discípulos pagarán muy cara esta esperanza que les ha dado Jesús. Pensemos en los muchos cristianos que no han abandonado a su pueblo cuando ha llegado la hora de la persecución. Permanecieron allí, donde incluso el mañana era incierto, donde no se podían hacer proyectos, permanecieron esperando a Dios. Y pensemos en nuestros hermanos, en nuestras hermanas de Oriente Medio que dan testimonio de esperanza y ofrecen también su vida por este testimonio. ¡Estos son verdaderos cristianos! ¡Estos llevan el cielo en el corazón, miran más allá, siempre más allá!. Quien ha tenido la gracia de abrazar la resurrección de Jesús todavía puede esperar en lo inesperado. Los mártires de todos los tiempos, con su fidelidad a Cristo, dicen que la injusticia no es la última palabra en la vida.
En Cristo resucitado podemos seguir esperando. Los hombres y las mujeres que tienen un “por qué” vivir resisten más que los otros en tiempos de desgracias. Pero quien tiene a Cristo a su lado realmente ya no teme nada. Y por esta razón, los cristianos, los verdaderos cristianos, nunca son hombres fáciles y complacientes. Su mansedumbre no debe confundirse con un sentido de inseguridad y de pasividad. San Pablo alienta a Timoteo a sufrir por el evangelio y dice así: “Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y prudencia” (2 T 1,7). Caídos, siempre se levantan.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, el cristiano es un misionero de la esperanza. No por su mérito, sino gracias a Jesús, el grano de trigo que, caído en la tierra, ha muerto y ha dado mucho fruto (cf. Jn 12,24).
El arte de no hacer lo que se espera de ti exige la precisión del cirujano y la testarudez del loco
(David Trueba)
Un defecto de nuestra vida cristiana es que queremos ganar el partido
quedándonos en el vestuario. ¡Hay que saltar a la cancha!
(Cardenal Cristóbal López, sdb)