Fernando Llamazares González

Cuando era niño los domingos por la mañana, después de misa, mi padre nos daba a los hermanos la propina: 2 pesetas para gastar en el bar del pueblo de manera inmediata o un duro (5 pesetas) si lo íbamos a meter en la hucha ahorrándolo. Yo me ahorraba el duro y así la hucha cada vez pesaba más. No me preguntéis a qué dediqué el dinero ahorrado porque no me acuerdo; sí me acuerdo, en cambio, de los chicles de tres pisos que alguno de mis hermanos compraba con sus pesetas.

Con esta dinámica mi padre supongo que trataba de inculcarnos una de las “virtudes” de mi tierra: el ahorro, o, también, iniciarnos en el manejo de “los dineros”, “los dineros”. ¡Qué tortuosa puede llegar a ser nuestra relación con “los dineros”! ¡Cómo nos atan para bien y para mal! ¡Cuántas energías, desvelos, esfuerzos para obtenerlos!

Como en tantos aspectos de la vida, no está de más que hagamos revisión de cómo es nuestra relación con “los dineros”: cómo lo ganamos, cómo lo administramos, cómo lo guardamos, cómo lo gastamos, cómo lo deseamos, cómo lo compartimos, cómo lo…

Nuestro PVA, en ese trazarnos el camino para ser santos, nos indica cómo tiene que ser nuestra relación con “los dineros”: el Salesiano Cooperador vive y da testimonio de «la pobreza evangélica, administrando los bienes que le confían con criterios de sobriedad y comunión, a la luz del bien común» (cf. PVA/E 7).

Ser pobres es ser libres, tal como Dios nos quiere, no estando atados a los bienes materiales (los poseamos o los deseemos); es ser conscientes de los propios límites, de las propias debilidades sintiéndonos necesitados de la ayuda de Dios; es buscar alternativas a las situaciones materialistas imperantes viviendo con la conciencia de que Dios ha creado los bienes para todos; es una invitación a erradicar, por auténtica justicia social, toda pobreza material (miseria) que a tantas personas obliga a mal vivir sin lo más elemental.

La exigencia de ser pobres aplicada a nuestra realidad secular y situación actual en esencia implica para nosotros, salesianos cooperadores, la conciencia de no ser propietarios, sino simples gestores de los propios bienes y de estar sometidos a la ley del trabajo con sus exigencias, dificultades y privaciones; el testimonio de sencillez, de medida, de sobriedad que huye del lujo y de la ostentación; el espíritu de solidaridad que impulsa a no acumular egoístamente bienes y a no conservarlos inutilizados; la comunión generosa de los mismos a la luz del bien común (cf. Comentario PVA pág. 66).

Volviendo a los recuerdos de niño: a veces merecía la pena gastarse alguna pesetilla en alguno de aquellos chicles para compartirlo o masticar durante varios días. En todo caso siempre había la posibilidad de elegir. La misma posibilidad de elegir que, con mayor madurez y conciencia y en libertad, seguimos teniendo hoy en día para integrarlo en su justa medida en nuestras vidas.

A elegir, y elegir bien; de ello depende nuestra felicidad.

El seguimiento de Cristo no es únicamente un hecho individual, sino un hecho que implica una vida de comunión
(Egidio Viganó)